Ocaso


Él ya no estaba, hacía un año que se había marchado. En ese tiempo había conseguido recopilar las historias que me había contado. Seguramente alguna se había quedado perdida en el olvido o tenía errores de transcripción. Aunque lo importante era que me las llevaba conmigo. El día había sido caluroso, agotador. Necesitaba una ducha antes de salir. El  agua se llevó las preocupaciones, las prisas, las voces. Dejé que el vapor ascendente me envolviera como un abrazo cálido, reconstituyente. Tenía que hacer el trayecto sola, cuanto antes marchara, mucho mejor.

Pronto llegué al camino que conducía al lago, las distancias eran más cortas de lo que recordaba. Los abetos enfrentados se erigían majestuosos a ambos lados de la pista. Una ardilla hizo que frenara en seco, los nervios  me habían impulsado a ir demasiado rápido, perdiéndome los pequeños detalles que hacían el trayecto tan apasionante. Siempre había conducido él mientras yo disfrutaba del viaje. Tan pronto como me recuperé del sobresalto comprendí  que era el momento de instaurar nuevos rituales. Sé que él estaría observándome desde lo más alto de las montañas, sin embargo ahora era mi momento. Bajé la ventanilla, respiré el aire limpio y avancé lentamente. El crujir de las rodadas quebraba el silencio, todo  parecía tan tranquilo, apenas sin vida. Los rayos de sol incendiaban las copas de los árboles anunciando el final del día. La temperatura comenzó a descender poco a poco, para cuando alcancé a divisar la cabaña, el sol apenas calentaba.

Al poner mis pies sobre el suelo, necesité unos segundos para seguir. Todo era tan diferente sin él. Mis pasos pesaban más, no pensé que fuera a ser así, tenía tanta energía antes de llegar… y ahora la pesadumbre, el vértigo me oprimían en el pecho, tanto que dolía, los ojos se inundaron con recuerdos de ese mismo lugar, de ese mismo instante vivido año tras año. Sentí  sus manos ásperas, trabajadas y reconfortantes conduciéndome a través de la pradera hacia la cabaña. La puerta desvencijada crujió al apoyarme sobre ella, con cuidado giré el pomo, al fondo un rayo de sol se colaba por la ventana, incidiendo sobre el polvoriento suelo. Podía oler su aroma a madera y canela,  a hogar. Por un momento pensé que la rueda de la vida me había jugado una mala pasada y que él estaría avivando el fuego, esperándome con una taza de caldo caliente, impaciente para ver el primer anochecer del otoño.  Me dispuse a  encender el fuego,  las llamas desprendían chispas con bravura, buscando algún lugar donde poder crecer, como queriendo salir de allí. Pronto tendría agua caliente, hice acopio de mantas y una vez servidas las dos tazas de caldo caliente, me dejé caer sobre la vieja silla de la abuela  con el abrazo de tres mantas. El porche estaba completamente iluminado por la última luz del día, miré hacía la taza que descansaba a mi lado, me gustaba pensar que estaba cerca, sus historias resonaban en mi cabeza, aunque apenas reconocía su voz. Cerré los ojos para sentir el calor de los rayos de sol sobre la piel, me hacía sentir viva, joven, sin miedo…

Una caricia, olor a canela, el sonido de los últimos retazos de una hoguera casi extinta, abrí los ojos era de día…soñé con su taza vacía.


Ana
Imagen de la red

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